Aventura




La increíble vida de Sven
 
La historia de Sven Wjtelik fue muy controvertida desde un principio. Se trataba de un niño incorregible hasta en el más diminuto de sus caprichos. Se empecinaba en conseguir todo aquello que por su mente pasaba, y no cesaba en su empeño hasta el final, aún a costa de su propia salud. En más de una ocasión, su empeño por alcanzar logros especialmente difíciles o arriesgados acabó con él en cama durante semanas; y no pocas veces se llevó las reprimendas, más que justificadas, de sus mayores o de personas extrañas que se habían visto implicadas en alguna de sus venturas.
Así sucedió aquel día de invierno, frío como pocos y tortuoso por sus vientos y lluvias torrenciales. Avanzaba el año de mil trescientos noventa y cuatro. Sven ya no era un niño pues acababa de cumplir quince años y su cuerpo mostraba la fortaleza física que caracterizaba a la mayoría de los hombres de su familia. Caminaba, hacha en mano, por los bosques de Wringlkau, en busca de un buen haz de leña. Sus padres no tenían que ordenarle jamás salir a reponer la leñera. Él sabía siempre cuándo debía hacerlo. Sus obligaciones viriles eran sagradas para él, y jamás habían de urgirle a cumplirlas.
La lluvia apenas permitía avanzar con seguridad; ni tan siquiera ver más allá de unos pocos pasos. La crudeza del invierno empujó manadas enteras de lobos hasta los senderos del valle, muy lejos de sus pasos acostumbrados, en busca de alimento. Sven no pudo advertir la cercanía del peligro. Un lobo solitario, alejado de la manada, seguramente desorientado por la lluvia y el viento, cruzó su camino con los pasos de Sven. No era un día apropiado para salir al monte a buscar leña. Su padre se lo habría dicho, aunque él no habría hecho el menor caso. Necesitaba descargar su furia y su fuerza contra una gruesa rama de roble. Pero no era un árbol inmóvil e indolente lo que tenía frente a sí, sino una bestia muy capaz de devolver cualquier golpe, incluso de atacar primero.
Por la mera silueta de su pelaje, Sven supo que se trataba de un animal joven, casi adulto en sus movimientos y en su fuerza, y más rápido y ágil que otra bestia de mayor edad. Lo miró a los ojos al tiempo que liberaba el hacha de su cinto. Era una herramienta de doble filo y mango corto. La preferida de Sven. Ligera, para ser llevada siempre encima, para golpear rápido y repetidamente; bien afilada frente a cualquier objetivo; su falta de peso ante un grueso tronco la suplía Sven con su fortaleza. Era su herramienta, formaba parte de su cuerpo como si de un brazo más se tratara. Los dedos envolvieron con firmeza la empuñadura de madera y cuero curtido. El brazo de Sven creció en longitud mientras alzaba su diestra armada hasta la altura de los ojos, marcando una senda extraña que cruzaba el aire entre las miradas de hombre y bestia.
La rapidez con que sucedió todo sólo podría medirse en términos afines a la fiereza de ambos contendientes. Jóvenes, astutos, diestros, fuertes, arriesgados. No hubo testigos del suceso. Aunque los hubiera habido, ningún ojo habría sido capaz de saber quién se movió primero. La bestia saltó, dientes y zarpas. Sven tan sólo movió su brazo, el borde afilado de su diestra. ¿Cuánto tiempo duró la contienda? Apenas el de un latido sincronizado en ambos corazones salvajes, desenfrenados. El cuerpo del lobo cayó como un árbol cortado. La mandíbula y parte de su garganta rodaron más allá del cuerpo, dejando sobre la nieve un rastro rojo que desprendía al aire el aliento vaporoso de la vida perdida.
Sven miró su hacha y su brazo cubiertos de sangre. Sangre de bestia y sangre de hombre. El agudo dolor y el fluir de la vida mostraban las heridas que cruzaban su brazo desde la muñeca al hombro. Varios canales abiertos al aire, cruzándose unos con otros, hendidos hasta el hueso. Sven supo entonces que acababa de iniciarse una nueva contienda, esta vez contra el tiempo.
Se despojó del cinto y lo envolvió en su brazo, bajo el hombro. Lo apretó tan firmemente como pudo, conteniendo en parte la fatal hemorragia. Después cubrió las heridas con los jirones de su vestimenta, que quedaron rápidamente empapados. El frío y la lluvia avivaban sus sentidos y pensamientos. Giró sobre sus pies y caminó apresuradamente por sus propias huellas. Quería correr pero sintió que las fuerzas se perdían sobre la nieve junto con su sangre. Sabía que su casa no estaba muy lejos y conocía perfectamente el camino. Incluso a ciegas habría sido capaz de volver. Pero, ¿sería capaz de llegar? ¿Quedaría en sus venas vida suficiente para hacerlo?
Sven conocía bien a los lobos. Sabía que su rastro de sangre sería un sendero para las bestias hambrientas. En su mente las veía devorando ávidamente al compañero caído, peleando entre ellos por los mejores bocados, y volviendo la vista hacia la senda seguida por una presa fácil. Pensó en su hacha ensangrentada, caída junto a su rival. Ya no podría ni defenderse.
Avanzaba entre pasos y tropiezos, intentando correr, sabiendo que su alocada carrera no hacía más que acelerar el fluir de la vida y la muerte. No tenía otra opción. Pensó en su padre. Si hubieran ido juntos al monte, como él siempre le decía...
Con las fuerzas que aún le quedaban apretó contra su pecho el brazo herido, queriendo cerrar las puertas por las que se le iba la vida. Por fin, un dolor intenso le travesó el pecho como un relámpago. Se esforzó por avanzar un paso más pero no pudo. Cayó de rodillas con apenas tiempo, antes de cerrar los ojos, de ver el hermoso llano entre árboles en donde se alzaba su casa. De su aliento escapó apenas un susurro:
- Padre...
Y su cuerpo cayó al frente aplastando la nieve recién caída.
¿Qué extraña atención filtra los sentidos? Viento, lluvia y crujir de las maderas que conforman una casa. ¿Qué extraño sentir mueve los pensamientos del hombre que espera el regreso de su hijo? ¿Por qué tanta premura en sus pasos hacia la puerta de maderos cruzados? Atravesó el umbral con el brío de quien busca con desesperación. Agudizó los ojos en la dirección adecuada y corrió con el mismo vigor de la juventud pasada. Levantó el cuerpo de su hijo al tiempo que observaba las heridas y comprendía su gravedad. A pocos pasos de la casa miró hacia los ojos de su mujer. No hubo palabras. Mientras el cuerpo de Sven era introducido en la casa, ella corrió hacia el fuego y tomó un leño encendido, más rojo que la sangre. Se volvió hacia su hijo y sin ocupar tiempo ni en mirar su rostro aplicó con fuerza el fuego candente contra las heridas.
Pasaron meses antes de que Sven volviera a caminar por los montes. Su brazo nunca volvió a tener la misma fuerza ni destreza, pero sí que podía empuñar la vieja hacha, cortar leña, y enfrentarse a lo que se atreviera a alzarse frente a él.

(Fragmento de "La increíble vida de Sven". Por Wran Hendreff).






SVEN: LA DIÁSPORA



Tan sólo en broma le llamaban “manco” a causa de la deformidad en su brazo derecho, acarcavado de enormes cicatrices entrecruzadas desde el hombro hasta la mano que habían impedido a su musculatura desarrollarse con normalidad. Su movilidad adolecía de ciertas limitaciones y posturas a las que le era imposible acceder; también su habilidad era menor de la esperada. No obstante, su mera presencia bastaba para que todos fueran conscientes de que esa merma de sus facultades físicas apenas le limitaba, en absoluto le dejaba al margen ni le situaba por debajo de ningún otro joven de su edad. Su mano izquierda tuvo que aprender y suplir en muchas ocasiones las carencias que un lobo le había causado aquel trágico día de invierno que para siempre quedó grabado en sus recuerdos. Dicho suceso pudo costarle un alto precio: su vida; pero gracias a su fortaleza y coraje, y a la oportuna intervención de sus padres, las terribles heridas infligidas por las zarpas y dientes de la bestia no cercenaron la vida de Sven cuando éste tan sólo contaba quince años.
Sus padres decían que la sangre perdida fue sustituida por otra nueva mucho más calmada y madura. Su temperamento adolescente sufrió un choque severo. Los meses de convalecencia, postrado en un catre, supusieron una importante transformación en la que ganó sensatez de pensamientos, mesura en sus actos y una gran capacidad de reflexión. Tal fortaleza, junto a su excepcional vigor físico, hicieron de él un hombre a la temprana edad en que otros juegan a serlo.
Su atrevimiento al aventurarse solo por los montes en busca de caza o leña, fruto de un deseo juvenil de autosuficiencia, fue sustituido por el aprecio de la compañía de su padre para realizar aquellas tareas con mayor seguridad y eficacia. Durante las caminatas por la montaña sostenían largas conversaciones que reforzaron el respeto mutuo, surgiendo entre ambos una relación de igualdad que nunca sustituyó al vínculo entre padre e hijo, más bien lo completó. Del mismo modo, la relación entre Sven y su madre ganó en profundidad, respeto y cercanía. Él gustaba de escucharla y comparar sus palabras con las de su padre, tan distintas a veces, tan cercanas en ocasiones. De ese modo aprendió que la realidad se forja sobre una mezcolanza de puntos de vista distintos, dispares, incluso opuestos, obligados a complementarse o al menos a coexistir.
Padres e hijo fueron conscientes del gran cambio generado en Sven por la brutalidad salvaje de la bestia que casi acabó con él. No fueron los únicos en apreciarlo. El resto de habitantes del poblado montañés fijaron su atención en Sven de un modo que él mismo nunca advirtió, pero que no escapó a la atención de sus padres, desencadenando en ellos un gran temor: la posibilidad de perder a su hijo para siempre.
Cada cuatro o cinco generaciones, el pueblo de las montañas debía enfrentarse a una decisión difícil que comprometía la supervivencia de todos. La tierra, el bosque, la montaña, no podían alimentar y sostener una población humana en permanente crecimiento. Llegaba un momento en que se hacían enormes las dificultades para encontrar caza, frutos silvestres o incluso los materiales necesarios para las tareas cotidianas. Desde tiempos inmemoriales, el pueblo de las montañas recurría a la diáspora: algunos debían marchar en busca de un nuevo lugar para vivir, una tierra nueva y virgen capaz de sostener la existencia de un nuevo poblado montañés.
Había que seleccionar a los integrantes de aquella expedición definitiva que para siempre separaría a los amigos, hermanos e hijos. El primer paso era la elección de un líder que sería el guía y jefe de un nuevo pueblo que, desgajado de sus raíces, iniciaría un período de vida nómada que se prolongaría durante un tiempo difícil de concretar. El Concejo de ancianos tomaría esa decisión, que sería inapelable y a la que el elegido no podría negarse bajo ningún concepto. Sven estaba en la mente de muchos.
Hacía tiempo que se rumoreaba, y las frecuentes reuniones de los ancianos confirmaban las sospechas. A ello se añadía la crudeza de los últimos inviernos y la escasez de alimentos que en los años recientes había puesto con frecuencia en juego el bienestar de las familias. Las suposiciones se confirmaron el día en que, tras una prolongada reunión del Concejo, fue convocada la totalidad del poblado en la gran explanada. El encuentro sería al día siguiente y la hora, tal y como se acostumbraba, sería la del cenit solar.
Acudieron todas las personas del pueblo montañés. Agrupados por familias, fueron distribuyéndose por la superficie de aquella meseta alzada entre valles, enfrentada por igual al sol naciente y al poniente. El lugar había sido roturado y despejado de grandes rocas, dejándolo diáfano y útil como gran espacio de encuentro para la comunidad, en donde se celebraban los grandes festejos anuales y todo tipo de eventos que implicaran a un número importante de miembros del poblado.
Aguardaron pacientemente hasta el momento en que el grupo de ancianos se acercó caminando hasta el centro de la explanada. El Concejo estaba formado por algunos de los ancianos más reverenciados, elegidos por la propia agrupación de sabios, y siempre en un número par, no inferior a ocho ni superior a doce. Cada decisión relevante era tomada por ellos y acatada sin la más mínima indecisión por toda la comunidad.
-Sabéis por qué os hemos convocado -dijo Rael, el más anciano de todos, representante y voz del Concejo sin por ello ostentar mayor poder o capacidad de decisión que ninguno de los demás miembros-. Todos conocéis las dificultades que atravesamos y la única solución posible que nosotros, de modo unánime, hemos decidido abrazar. Nadie de los presentes, ni siquiera los más ancianos, recuerda cuándo ocurrió por última vez. Todos nacimos en este lugar en el que ahora se alzan nuestras casas. Gracias a los relatos de nuestras antepasados, ninguno de nosotros ignora la existencia de anteriores poblados de los que provenimos. Ha llegado el momento de una nueva diáspora. De entre todos nosotros, cien deberán marchar. Lejos de aquí. En busca de una nueva tierra que pueda albergarlos, dando así ocasión a que ésta, nuestra vieja tierra, pueda sostener la vida de los que se queden. Un elegido por nosotros será vuestro líder y guía durante la gran travesía nómada, sea cual sea el tiempo que ésta se prolongue. A esa persona, hombre o mujer, deberéis obediencia y respeto máximo. Su papel será fundamental para el éxito de la misión, y su poder no decaerá hasta la culminación de la misma. Una vez encontrada la nueva tierra, este líder elegirá un grupo de sabios que constituirá el nuevo Concejo, en el cual no podrá figurar, habiendo terminado por fin su misión y su liderazgo.
Rael apartó a un lado el manto de piel que le envolvía dejando así ver un pequeño saco que su mano derecha sostenía y que alzó a la vista de todos. Con movimientos lentos lo abrió, introdujo la mano y sacó de él un puñado de frutos de almez, unos verdes, otros negros, y los lanzó al aire dejándolos caer sobre el lecho de nieve casi endurecida que cubría la explanada. Era el comienzo de la diáspora. Ya no había marcha atrás. La decisión estaba tomada y a partir de aquel momento todo se desarrollaría con la mayor celeridad posible. Aunque no hubo sorpresas para nadie, una intensa agitación se extendió por las mentes de todos: La mayor inquietud no era conocer la identidad del líder, sino la de sus seguidores. ¿Quiénes serían los elegidos que habrían de marchar para siempre, separados definitivamente de sus familias y allegados?
Según el protocolo, que todos conocían por estar dentro de las enseñanzas recibidas durante la infancia, una vez que el Concejo eligiera al líder, sería el azar quien escogería a los restantes noventa y nueve componentes de la expedición, respetándose, no obstante, varias normas básicas:

“El centenar de elegidos habría de estar formado por igual número de hombres y mujeres.”
“No marcharían niños, adolescentes, mujeres embarazadas, enfermos o ancianos, ni las personas a cuyo cargo éstos estuviesen.”
“Las parejas cuya unión estuviera reconocida por la comunidad no serían separadas. La opción de marchar o permanecer, decidida al azar, sería la misma para ambos.”
“Aquellos que resultaran designados no podrían negarse ni eludir en modo alguno su obligación.”

Los ancianos marcharon nuevamente a la casa de madera en la que permanecerían hasta el día siguiente, momento en que comunicarían la identidad del líder, quien dirigiría acto seguido la elección de los integrantes de la gran expedición.
Erina se apartó de su familia y caminó entre la multitud reunida, buscando a Sven. Él contemplaba el puñado de frutos esparcidos sobre la nieve cuando sintió unas manos cálidas que tomaban y apretaban su diestra. Se volvió hacia ella y vio la expresión preocupada en el rostro de la joven.
-No temas. Todo saldrá bien -dijo él acariciando el pelo de Erina y abrazándola después.
-Temo no resultar elegida.
-No pensaba que quisieras marchar -respondió él, sorprendido.
-¿No lo comprendes? -dijo Erina apartándose un poco para mirarle a la cara-. Tú vas a ser el líder.
Hasta aquel momento no fue Sven consciente de que existiera aquella posibilidad. Ni tan siquiera se lo había planteado. Él sólo pensaba en sus padres y sus amigos, en las personas que tanto quería; pensaba en Erina y en el miedo a no volver a verla jamás. Era el mismo temor que atenazaba a tantos jóvenes de la comunidad.
-No sé por qué dices eso.
-No soy yo sola, lo dicen muchos. Los ancianos te conocen bien.
-Saben que por mi insensatez casi pierdo la vida.
-Saben cómo eres realmente, y lo valoran mejor que tú mismo.
Sven caminó unos pasos mirando nuevamente el puñado de frutos caídos, destacados sobre la nieve.
 -No quiero marchar ni separarme de mi gente. Tampoco quiero una carga ni una responsabilidad tan enorme.
Erina se acercó nuevamente, deslizando su brazo sobre la cintura de su compañero. Se aferró a él como si aquel abrazo pudiera evitar la separación que tanto temía. Eran muy jóvenes; tanto que su unión aún no había podido ser presentada ante la comunidad para recibir la aceptación necesaria, evitando la separación que la diáspora podría forzar. Desde el día en que sus miradas se cruzaron de una forma distinta, tan cercana, todo había sido un discurrir de momentos cálidos, cómplices, sin tibieza ni duda. Sabía que no eran ciertas las palabras huidizas referidas a la excesiva juventud e ingenuidad de sus primeros pasos juntos. Y sabía también que un sentido interno, un instinto profundo, le hablaba con la misma certeza que la luz del día sobre la unión entre Sven y ella como una lazo inquebrantable que nada podría mermar, ni tan siquiera la diáspora. 
Al día siguiente Sven se levantó muy temprano. Apenas había dormido pensando en la posibilidad de ser elegido por el Concejo, tal y como Erina sospechaba. La sorpresa fue mayor aún cuando sus padres le transmitieron un pensamiento similar, aunque nunca lo habían mencionado con anterioridad. No podía Sven comprender la causa de tales premoniciones. Nunca se había visto en una posición de tal notoriedad y responsabilidad. No sabía si sería capaz de afrontarlo en el caso de que llegara a confirmarse su liderazgo.
Pasó largo rato afinando lentamente el doble filo de su hacha y el de su gran cuchillo de monte. Llevaría en su cinto ambas armas en perfecto estado y disposición; no porque fuera a necesitarlas, sino por sentir la seguridad y firmeza que ellas le transmitían, de un modo irracional, pero no por ello menos real.
Conforme el sol se acercaba a su punto más alto, el nerviosismo y el temor más se aferraban a su corazón. Llegó la hora en que marchó hacia la gran explanada, al igual que todos los habitantes de la comunidad montañesa. Fue acompañado de sus padres. Aunque Erina llegó junto con su familia, no tardó en acercarse a él en espera de la llegada de los ancianos del Concejo. Y éstos no tardaron a su cita. Llegaron caminando lenta y ceremoniosamente. La gente se apartó para dejarles pasar hasta llegar al centro de la meseta nevada, iluminada por un sol radiante que no tardaría en derretir la blanca cubierta.
En absoluto silencio, sin más distracción que el rumor del aire, el más anciano levantó en su mano una bolsa cuyo contenido todos conocían. Se giró para mostrarla por igual en todas direcciones al tiempo que contemplaba uno a uno los rostros congregados: Buscaba a alguien en particular, y su mirada no se detuvo hasta que lo encontró. Entonces bajó la diestra que empuñaba la bolsa, y caminó con la misma lentitud mientras la gente se apartaba dirigiendo las miradas unos pasos por delante del anciano, intentando averiguar hacia quién se dirigía.
Sven no hizo ademán de apartarse. Sus temores se confirmaron cuando el anciano, a escasos pasos de él, se detuvo, rodeados ambos por un círculo de gente que poco a poco se fue estrechando.
-Sven Wjtelik, hijo de Alda y Wrumk, los ancianos hemos valorado tus capacidades, tus méritos y tus errores, la sabiduría que creemos se encierra en tu juventud junto con el gran vigor y fortaleza que todos en la comunidad reconocen en ti. Ponemos en tus manos una gran responsabilidad: el futuro de una parte de nuestro pueblo que a partir de hoy será tu comunidad. Tu misión requiere de la osadía con la que ya naciste, y del temple que aprendiste en la montaña. Sabemos que podrás hacerlo. Los frutos del almez, llevados por tu mano, decidirán quienes te acompañarán en esta diáspora. A partir de ahí todo recaerá sobre tus hombros. Antes de que la próxima luna llena empiece a menguar, habréis de marchar hacia el futuro que tú seas capaz de fraguar para ellos.
Y el anciano depositó sobre las manos de Sven la bolsa llena de pequeños frutos verdes y negros. Entonces se volvió, caminó hasta reunirse con el resto de ancianos y desde allí, el Concejo se dispersó, dirigiéndose cada uno de sus componentes hacia su propia casa, dejando el ritual en manos del elegido.
Sven se sintió más solo que nunca. Incluso más solo que el fatídico día en que un lobo hambriento destrozó su brazo y casi acabó con su vida. La gente se reunió formando alrededor de Sven un círculo despejado de unos diez pasos. Él miraba la bolsa que había quedado sobre su mano y en cuyo interior se hallaba oculto lo que todos deseaban saber, pero a él, en aquel momento, era lo que menos le importaba. Era incapaz de cuantificar el peso de la carga que ya soportaba. Ignoraba si sería capaz de afrontarla y llevar su misión a buen término. Entonces sus pensamientos confusos se centraron en las personas más cercanas: sus padres, Erina, sus amigos. ¿Sería este ya el momento en que se separaría de todos ellos para siempre? ¿Quiénes resultarían también elegidos y, por tanto, le acompañarían en la travesía?
Unos pasos decididos se acercaron a él. Levantó la mirada y vio a sus padres acercándose.
-Sois los primeros en venir -dijo Sven.
-Queremos estar contigo en la diáspora -respondió su padre-. Queremos ayudarte en la lucha y vivir siempre cerca de ti.
-Mucho valdrá para mi vuestra presencia a mi lado, pero no deseo tanto riesgo ni esfuerzo para vosotros. No obstante, la decisión la tomará el almez, sin titubeos y sin pensar en nuestros deseos ni en nuestro beneficio.
Sven miró sus rostros mientras deshacía el nudo que cerraba la bolsa y la ofreció al frente, abierta. Su madre, mirando fijamente los ojos de su hijo, introdujo la mano y volvió a sacarla, apretado el puño.
-Para vosotros -dijo Sven mirando la mano cerrada de su madre- un solo fruto.
Ante la mirada de los tres, los dedos se separaron mostrando un diminuto fruto ennegrecido: los padres de Sven no marcharían. Un profundo dolor se abatió entre ellos, en silencio. La pareja caminó retirándose y dando paso a otros que ya se acercaban a cumplir con el ritual.
Los frutos del almez repartieron amargura y alivio por igual.
No tardó Sven en tener los ojos de Erina ante su presencia. Sin cruzar palabras, la joven extrajo un fruto y mostró rápidamente el contenido de su puño. El color oscuro se abatió contra ella con furia. Se volvió rápidamente y caminó alejándose de Sven. A los pocos pasos se detuvo, miró a sus padres, que ya se disponían a afrontar su suerte, y arrojó con brío el diminuto fruto de almez. Se acercó al puñado de frutos caídos que aún permanecían sobre la nieve. Tomó uno de color verde y lo alzó a la vista de todos. Entonces corrió al lado de Sven y se aferró a su brazo: Aún en contra de la establecido por la tradición, Erina permanecería por siempre junto a él.
En la mente de Sven una nueva luz surgió, un pensamiento nuevo que llenaría el resto de su vida: No sería la diáspora su más grande misión, sino otro el objetivo que en adelante dirigiría sus pasos. Cumpliría con lo que se esperaba de él, sin duda, llevaría a buen término la expedición que asegurara el futuro de su nueva comunidad, pero otra misión mucho mayor llenaría sus pensamientos y toda su existencia. Aún no sabía como lograrlo, pero de algún modo alcanzaría su nuevo objetivo: Nunca más su pueblo, su gente y su familia volverían a sufrir una separación así. La tradición tendría que morir, porque él encabezaría la última diáspora.


(Segundo fragmento de "La increíble vida de Sven": "La Diáspora". Por Wran Hendreff). 







1 comentario:

  1. Hola, ya había leido la primera parte de esta historía y ahora la volví a releer para continuar con la segunda, me sigo reafirmando en lo que ya te he dicho en otras ocasiones, me gusta mucho tu narrativa y espero que sigas con esta historia para tener la oportunidad de leer su continuación.

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