Soñar con Hawai




Siempre me ha parecido que si una persona escribe sobre sí misma, está dando señas de una prepotencia insufrible. Por eso, cuando pensé en hacerlo, no pude más que reír sola durante un buen rato; pero me empujaba la necesidad de contar lo que durante tantos años he llevado dentro, y el desesperante final que coronó mi historia empujándome a no desear más que la absoluta soledad y la contemplación de este océano inmenso que ahora me rodea. Es el deseo profundo de narrar a un lector sin rostro ni voz. Que nadie me pregunte por qué. A veces pienso que mi única necesidad real es la de seguir riéndome de mi misma.
Empezaré por explicar la importancia que Juan tenía en mi vida: Él era el pilar sobre el que se sostenía mi estabilidad y toda mi felicidad. Frente a él todo quedaba en segundo plano. Qué ingenua fui al no advertir que aquel sentimiento, mi amor idílico y perfecto, me convertía en una muñeca tan frágil. Un accidente se llevó a Juan. Le gustaba acelerar en aquella carretera solitaria que bordeaba la costa asomándose a los acantilados. Tardaron varios días en elevar el coche sobre las olas. Su cuerpo había atravesado el cristal al salir despedido. Las erráticas corrientes bajo los acantilados se llevaron el cadáver y convirtieron su búsqueda en una tarea arriesgada e imposible. Perderlo de aquel modo puso en juego no sólo mi entereza, que sucumbió por completo, sino mi capacidad de sobrevivir. Pero salí adelante. ¿Cómo no? Aprendí que cuando la vida continúa no tienes más alternativa que vivir. No tuve ningún apoyo. Ni un hijo que me obligara a luchar. Ni un amigo que me acompañara más allá del consabido pésame. Cuando las lágrimas se agotaron en mis ojos me puse en pie, sola, y caminé. Fue su recuerdo permanente en mis pensamientos lo que más me impulsó. Tan solo obedecí lo que yo sabía que él deseaba de mí, como si su boca húmeda me lo estuviera susurrando a cada instante.
Compartíamos un sueño infantil: Viajar a Hawai. ¡Qué tontería! Nuestros ojos se dejaban engatusar por la idea de una isla paradisíaca que sabíamos inexistente salvo en nuestra imaginación. Seguro que la maraña comercial y turística ya habría destruido toda la sangre y la savia del lugar, pero no nos importaba. Nos reíamos cuando hablábamos de aquel sueño que nunca cumplimos. Y nunca se me ocurrió que podría hacerlo yo sola, salvo aquel día en que mi vida como trabajadora llegó a su fin. Mis compañeros decidieron obsequiarme con una cena de despedida y un sinfín de felicitaciones. “¿Qué vas a hacer ahora con tanto tiempo libre?” me preguntaron. Y de repente se me ocurrió la respuesta. Era algo tan obvio que me sorprendió no haberlo pensado antes:
-Me voy a Hawai.
No sé por qué se sorprendieron. Se quedaron pasmados, con una media sonrisa en los labios que les hacía parecer aún más tontos de lo que ya eran. ¿Pensarían quizá que la tonta era yo? Si les hubiera dicho que me iba de viaje a recorrer el mundo seguro que me habrían felicitado por mi maravillosa idea y no habrían dudado en reconocer la sana envidia que les invadía. Pero fue mencionar la palabra “Hawai”, y de repente se quedaron idiotas perdidos. La imagen que daban de sí mismos me hizo recordar que, años atrás, más de uno (y sobre todo de una) tuvo la ocurrencia repetitiva de preguntarme por qué había seguido sola tras la muerte de Juan. “Aún eres muy joven…”. “Seguro que encuentras…”. “Todavía estás muy bien…”. La noche de mi cena de jubilación descubrí que ellos (y ellas) eran “aún” y “todavía” más idiotas que nunca.
Creo que el desconcierto en sus miradas me ratificó en mi súbita decisión. Al día siguiente contraté el viaje para la fecha más cercana que pude conseguir. Preparé mi equipaje, muy ligero, como en todos mis viajes, y en pocos días estaba ya dispuesta y deseosa de volar.
La imagen de aquellas islas vistas desde la escueta ventanilla del avión, como si contemplara un mapa o una foto en una revista de viajes, hizo brotar una lágrima de mis ojos resecos después de tantos años.
A pesar de tener los pies en tierra aún me sentía como en una nube. Me parecía increíble que se hubiera hecho realidad una fantasía que me había acompañado durante años a pesar de haber sido relegada al olvido por más de media vida.
Tal y como sospechaba, la ilusión no era fácil de encontrar. La exacerbada explotación turística había arrasado con todo… o casi todo. Pasados los primeros días en que mis ojos apenas si alcanzaban más allá de la “primera línea de playa”, aprendí que si caminaba un poco más, si deambulaba al azar dejándome llevar por mi instinto, encontraría lugares, rincones y gentes que podían acercarme a la utopía cuyas huellas me habían llevado hasta allí. Descubrí con agrado que los rescoldos de dicha utopía aún existían. Ocultos, a veces manipulados y alterados en su forma, aún podían estimular el deseo juvenil que había arraigado en mi corazón y permanecido hasta la vejez. Esperaba aún menos de lo que encontré, por eso me sentí satisfecha con mi viaje y lo prolongué más tiempo del previsto.
Me sentía libre y sin más cortapisas que el cansancio de mis pies, febriles caminantes doloridos que agradecían el frescor del agua del mar al atardecer, después de un recorrido anárquico por innumerables calles y playas.
Poco a poco me fui integrando en el lugar. Mis paseos rara vez deambulaban por sitios céntricos o turísticos de los que normalmente prefería mantenerme apartada. Y así me fui convirtiendo en un elemento más del entorno, como una hija adoptiva recién llegada.
La preocupación por el tiempo había desaparecido de mis pensamientos. Sin darme cuenta dejé de llevar mi viejo reloj. Ya no lo necesitaba. El sol me daba toda la información horaria. Días, semanas o meses carecían de valor o diferencia.
No sé cuándo ocurrió. Mi primera reacción al verla fue un sonrisa. Tan lejos y tan escondida, encontré una taberna llamada “La Española”. Su aspecto manifestaba claramente el origen del que presumía. Caminé decidida hacia ella y entré. Tuve la sensación de viajar repentinamente a otro mundo, como Alicia al atravesar el espejo. Barriles de vino, jamones colgados, mesas y sillas de madera en el más tradicional estilo. También el camarero, barrigudo y calvo, era del más tradicional estilo. Mi primera sensación en el interior fue del mayor agrado. Todos sentimos un placer intenso al sumergirnos en nuestras propias raíces.
Me senté ante una mesa y me dediqué a contemplar los mil y un detalles que adornaban las paredes y rincones. Pequeñeces minuciosas que rezumaban el espíritu y la tradición de un país y de sus gentes. En ningún caso caían en el tópico absurdo, manido y requemado, sino que eran reflejo de una identidad real; lo que me hizo pensar que quien hubiera reunido aquella colección de objetos no carecía de sensibilidad. Pensé que dicha persona podría ser el voluminoso camarero que tras el mostrador ocupaba su tiempo en las tareas normales de su trabajo, pero algo en su aspecto me hizo dudar que fuera suyo el talento oculto tras las paredes.
Al cabo de un rato dedicando mi atención a la contemplación del lugar advertí que el camarero se decidió por fin a atenderme. Le observé mientras rodeaba el mostrador y caminaba hacia mí paseando su oronda figura entre las mesas. Me miró distraídamente y me preguntó qué quería tomar en un inglés que me pareció impecable pese a su indeleble acento. Con mi mayúscula torpeza en el idioma pronuncié únicamente la palabra “beer”, y me quedé con las ganas de añadir una tapa de jamón por no saber cómo expresarlo.
No tardó el hombre en volver. Junto a la jarra de cerveza helada traía un platito colmado de jamón con unos trozos de pan recorridos por hilillos de intenso color  aceitunado. Al ver el acierto con que me atendió alcé la mirada. Su sonrisa me resultó inevitablemente extraña al tiempo que cercana. Contemplé su rostro mientras mi mente jugaba conmigo desarrollando un extraño pasatiempos, cambiando lo que mis ojos veían y sustituyéndolo por restos y fragmentos arrancados de mi memoria. Quité arrugas y papada poniendo en su lugar una barba abundante. Desprendí la piel manchada de su calva y en su lugar dejé caer un pelo denso y oscuro. Su ronca voz me despertó, pero no escuché las palabras sino su timbre peculiar, personal e inconfundible a pesar de los años pasados. Le miré fijamente, le escuché con la máxima atención sin que me importara lo más mínimo fuera lo que fuese que estuviera diciendo. Un nudo en mi garganta me impidió casi respirar. Me alegré de estar aún escondida tras mis enormes gafas de sol y bajo mi sombrero de playa. Por un momento creí notar una lágrima brotando de mis ojos que no logró fluir.
Afortunadamente, el hombre se despidió con un gesto tras apreciar que no me estaba enterando de nada de lo que decía. Me quedé sola ante la jarra y el plato. Esperé unos momentos hasta que mis pensamientos empezaron a escapar del estupor, hasta que mis músculos pudieron relajarse. La tensión fue sustituida por un temblor difícil de disimular, y solo la respiración profunda fue capaz de hacerme reaccionar. Me levanté. Caminé lentamente hasta la puerta y marché horrorizada.
Pasé varios días sin salir de la casita que había alquilado tras abandonar el hotel. Cada una de las horas de permanente vigilia en que me sumí estuve contemplando el rostro de aquel hombre, hasta que el agotamiento físico y mental acabó por derrotarme y caí dormida en medio de una pesadilla que discurría entre el lejano pasado y el golpe cruel que un simple rostro envejecido me había asestado.
Tras el despertar, la incredulidad vino en mi socorro: No era posible. Mi imaginación me estaba traicionando. Bastaba con ir nuevamente y comprobarlo para salir del engaño y volver a la realidad.
No sé cuantos días de encierro habían transcurrido. Una tarde me levanté de la cama arremolinada. Me duché agradeciendo la vitalidad que el agua me transmitía. Me arreglé y acicalé tanto como pude y marché enfundada en mi disfraz de turista con sombrero y gafas de sol.
Entré convencida de que no tardaría en salir aliviada y sorprendida por los absurdos pensamientos que mi mente había sido capaz de generar. Me senté a la misma mesa y esperé con toda la calma que pude atesorar. No tardó en llegar. No me atreví a alzar la mirada mientras le escuchaba repetir lo mismo en distintos idiomas. Hasta que pronunció la palabra mágica:
-¿Español?
Y asentí.
La enorme sonrisa que cruzó su faz y el inconfundible gesto que la acompañó me atravesaron como un arpón. Entonces empezó a hablar, y su voz se me hizo tan reconocible… era tan cálida… Es sorprendente cómo la voz de una persona parece no cambiar ni envejecer. Yo le escuchaba sin atender a sus palabras. Le miraba estudiando cada detalle de su expresión, de sus gestos… observando… recordando…
Algo debió notarme.
-¿Se encuentra usted bien?
A duras penas asentí.
Se desvanecieron la incredulidad y la esperanza. Y con ellas, buena parte de mis sentidos también se diluyeron.
-¿Le traigo un poco de agua?
No contesté en modo alguno, pero él trajo un vaso con toda la rapidez que sus kilos le permitieron. Observé su caminar apresurado y reconocí también sus pasos, sus movimientos peculiares, el simple gesto de tomar una silla y apartarla a un lado.
Bebí un sorbo de agua fresca y sentí con alivio cómo mi garganta se humedecía, cómo el aire podía al fin ventilar mis pulmones enrarecidos por una mezcla confusa de pensamientos atropellados.
Levanté la mirada una vez más y reconocí, sin que pudiera existir ya el más mínimo resquicio de duda, y más allá de la forzada oscuridad de mis gafas, sus ojos… porque eran sus ojos.
-¿Se encuentra usted mejor?
Era su mirada buscando la mía.
-¿Quiere otra cosa? ¿Una infusión…?
Era él.
Apoyé la frente sobre mi mano y cerré los ojos con toda la fuerza de mis párpados, como si cerrando las ventanas pudiera hacer desaparecer el mundo a mi alrededor.
-¿Quiere que llame a un taxi?
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Noté cómo temblaban mis manos. Me sentí como una niña pequeña tiritando de frío, envuelta por una toalla que no alcanza a cubrir sus pies helados.
Levanté ligeramente la palma de mi mano dándole a entender que no quería nada de lo que me estaba ofreciendo.
Respiré profundamente y guardé silencio manteniendo la mirada sobre mis manos.
Él dio un paso atrás y se retiró discretamente dejándome sola con mi tortura. Apuré el vaso de agua y dejé que ésta arrastrara poco a poco el aturdimiento depositándolo en el fondo de mi persona.
Al poco volvió con otro vaso de agua.
-¿Se encuentra mejor?
Le miré una vez más. Esta vez sin temblores. Con todos mis sentidos alerta. Él también me miraba con insistencia esperando oír mis palabras.
Refugiada tras la cortina de humo de mi disfraz, sostuve su mirada hasta que él apartó la suya. Quise formular una pregunta. No recuerdo cual. Entonces descubrí que mis labios no podían articular sonido alguno. Él lo advirtió.
-¿Sí…? -me preguntó en un inútil intento por escucharme.
Me sentí ridícula con la boca abierta como un pez fuera del agua. No se me ocurrió otra cosa que abrazar mi cuello con la palma de la mano.
-¿No puede usted hablar? -me preguntó visiblemente preocupado.
Negué cerrando los ojos, moviendo apenas la cara de un lado a otro, y me sentí más ridícula aún.
Él caminó apresuradamente hasta el mostrador y volvió veloz con un bolígrafo y una libretita que dejó sobre la mesa.
-No dude en pedirme lo que necesite, por favor. Aquí los españoles somos como una familia.
¿Familia? ¿Había pronunciado la palabra “familia”? Creo que sentí náuseas, pero no puedo estar segura porque la maraña de sentimientos que se cruzaban por mis maltrechas neuronas no era fácil de clarificar.
-¿Le traigo algo de comer? Está usted demasiado delgada… seguro que algo sólido le sentará bien.
No hubo lugar para respuesta alguna. Se volvió, desapareció por la puerta de la cocina y me dejó sola unos instantes que aprecié… porque necesitaba dejar de verlo para poder razonar con un poco de lógica. Fue imposible. Algo me distrajo. Una foto amarillenta en la pared llamó mi atención. Me levanté y caminé hacia ella. Por algún motivo aquella foto me resultaba muy familiar. Se trataba de un paisaje urbano que reconocí enseguida puesto que era de mi ciudad, el lugar en donde transcurrió gran parte de mi vida. Pero había algo más importante, algo que me gritaba desde el cuadrito: la foto había sido tomada desde una de las ventanas de mi casa… de nuestra casa. Aquella visión me había acompañado durante más de treinta años, y en aquel momento se presentaba ante mí viajando directamente desde el pasado.
-¿Reconoce la ciudad? -me sorprendió la voz surgiendo inesperadamente desde atrás. Incluso sentí su aliento sobre la piel desnuda de mis hombros. Me volví. Su mirada insistía en la pregunta y asentí.
-Yo viví allí hace muchos años -dijo mientras dejaba sobre una mesa un platito con algún aperitivo, seguramente muy típico y bien aderezado. Miró la foto otra vez en medio de un silencio prolongado. Adivinando sus pensamientos y recuerdos sentí que mi consternación dejaba paso a una rabia interna que empezó a encenderse como fuego vivo. Temí no ser capaz de controlarme y decidí que lo mejor era llevarme las llamas conmigo e intentar sofocarlas en soledad.
Salí de la taberna y caminé apresuradamente en no sé qué dirección. En mi interior se revolvieron la rabia y la amargura. Hasta aquel momento yo había pensado que ya no me quedaban lágrimas por verter. No era cierto. Lloré mientras corría. Lloré como ya hiciera tantos años atrás y sentí un dolor tan intenso, tan profundo. El puñal había vuelto a hincarse en la misma herida ya cicatrizada abriéndola de nuevo tan extensa como la primera vez.
Huí del lugar tan lejos como pude y necesité, hasta que la calma fue ganando terreno y las lágrimas amainaron. Ocurrió frente a un hermoso anochecer en el que un sol de fuego entremezcló sus brochazos de color con la limpia luz de una luna generosa y brillante. Uno tras otro, ambos astros se reflejaron en las superficies cristalinas y húmedas del mar y de mis ojos. Hundí los pies en el agua fresca buscando una caricia de consuelo. Como en tantas ocasiones, sólo el océano vino en mi ayuda.
Me recosté sobre la arena acompañada por la claridad blanquecina de las olas. El contacto incansable de las manos del mar sobre mi piel logró relajarme, y sin darme cuenta me dormí. La luna y la noche avanzaron juntas sin olvidarse de mí.
Un soplo de aire repentinamente fresco abrió mis ojos ante la profunda extensión de la noche. Lentamente me puse en pie, cogí mis zapatos y me alejé caminando por la arena. Mis pasos erráticos me hicieron deambular casi al azar. Y digo “casi” porque algún designio maldito y deliberado debió empujarme hasta las puertas de “La Española”. Ahora pienso que mi aspecto no debía ser muy tranquilizador, y que debí parecerme bastante a una de esas apariciones fantasmales de película barata de terror. En plena noche y pertrechada con mis gafas de sol, mi sombrero de playa y los zapatos balanceándose desde mis dedos, entré en el local a la hora en que la gente normal disfruta de la noche con música y copas de color. Había pocos clientes, aunque a mí no me habría importado que el lugar estuviera abarrotado, porque mi atención se centraba en una única persona. Caminé resuelta hacia él aunque no se dio cuenta de mi presencia hasta que casi respiró de mi aliento. Al verme alzó las cejas en un discreto gesto de sorpresa.
-Me alegro de verla de nuevo -dijo mientras secaba unos vasos con un paño-. Me gustaría que esta vez se quedara usted más tiempo antes de desaparecer.
Dejó lo que estaba haciendo y me miró con manifiesto interés. Permaneció en silencio un instante. También mi mirada se clavó en sus ojos por primera vez después de toda una vida.
-¿Está usted mejor? ¿Puede ya hablar? -me preguntó con la mejor de sus sonrisas-. Estoy seguro de que es usted una maravillosa conversadora.
No sé de dónde saqué la calma para responder.
-No lo creas. Hace tiempo que perdí la práctica.
Una mueca de sorpresa y extrañeza surgió en su cara. Sin dejar de mirarle me quité lentamente el sobrero.
-He aprendido -añadí para aderezar mis movimientos-, que la voz de las personas es lo que menos cambia, lo que menos envejece.
Hablé tan despacio, mirándole fijamente… no quería perderme un solo detalle de su expresión.
Me quité las gafas oscuras sin que mis ojos se desviaran un ápice de los suyos.
Cómo describir su rostro en aquel momento: su boca, su mirada, el silencio que le atenazó. Sentí que me temblaban las manos y las rodillas a sabiendas de que a él le ocurría igual. Por un instante me sentí como el artero y temerario Scaramouche de mis fantasías infantiles en un cine de barrio. Pero ante mí no había ninguna fantasía, al contrario, era la áspera realidad lo que desgarraba con saña mis maltrechos sentimientos.
Con sorpresa advertí que mi dolor se entretejió con un extraño placer: contemplar el estupor en su rostro me resultó incluso satisfactorio. La consternación que manifestaban sus ojos desmesuradamente abiertos, y que no desmerecía respecto a la que yo sintiera apenas unos días atrás, supuso para mí el primer atisbo de compensación por el daño sufrido, como si de una pobre y triste venganza se tratase.
Guardé silencio hasta ahitarme de él.
Como dos estatuas permanecimos frente a frente. Las miradas aferradas como garfios atrapados el uno en el otro. Hasta que él, Juan, dio un tibio paso atrás, bajó la mirada y al mismo tiempo levantó la palma de una mano hasta apoyarla sobre su frente sudorosa.
Me volví. Mis manos ya no temblaban. Sentí una calma que me sobrecogió. Caminé unos pasos hasta una de las mesas y me senté. Miré a mi alrededor deteniéndome en las personas que ocupaban las otras mesas. Dedicados todos a sus conversaciones y sus acompañantes, el mundo seguía adelante sin preocuparse mucho de nosotros. Yo era la única persona que estaba sola. Miré a Juan. Él permanecía aún inmóvil y seguía mis pasos con atención.
Alcé la mano para llamar al camarero. No tardó en venir, era su trabajo.
-Quiero que me invites a una copa del mejor vino que tengas.
Marchó en silencio y en silencio volvió acompañado de una botella que por su aspecto respondía a mis deseos.
Se detuvo al otro lado de la mesa, y con manos visiblemente temblorosas, descorchó la botella parsimoniosamente. Después se inclinó y sirvió vino en mi copa. Acto seguido sirvió más vino en otra copa y se sentó frente a mí. Como cálices brillantes, llenos de un rojo oscuro e intenso, fueron durante unos instantes lo único que se alzó entre nosotros. De pronto fui consciente del hecho grotesco que estaba sucediendo. Entonces mi mano avanzó sobre la mesa, hacia mi copa, pero no se detuvo en ella sino que siguió adelante hasta rozar con las uñas la otra superficie cristalina. La incliné lentamente hasta que cayó y se derramó sobre el blanco mantel. Él no se inmutó. Tan sólo alzó la mirada y tropezó con mis ojos. Inmediatamente elevó sus manos hasta cubrirse la cara por completo.
Recosté mi espalda contra la silla y cerré los ojos deseando que todo fuera mentira. No sé cuantos minutos pasaron. El silencio era todo lo que mediaba entre nosotros hasta que decidí quebrarlo y pronuncié la primera pregunta cuya respuesta ansiaba conocer.
-¿Tienes hijos?
Tardó en reaccionar. Siguió inmóvil algunos momentos después de mi pregunta hasta que sus manos cayeron sobre la mesa y, con un gesto enormemente tenue, asintió.
Sentí otra punzada más de dolor, de odio, de envidia y rabia. Saboreé en silencio cada gota de veneno hasta que mis labios no pudieron soportarlo más y formularon la pregunta que lo resumía todo:
-¿Por qué?
Miró a un lado y otro. Se miró las manos. Se tocó la frente. Necesitó tiempo para poder articular palabra, y lo hizo queriendo huir.
-No puedo hablar. Mañana…
-No volveré mañana… -corté con toda la brusquedad que pude embutir en tan pocas palabras-, ni nunca…
Caminó hasta la puerta de la taberna y la cerró. Advertí entonces que no había clientes. Todos se habían marchado dejando que el silencio nos envolviera.
Se sentó frente a mí.
-Mil veces lo he revivido en mis pensamientos…
-¿Sólo mil? -interrumpí-. Echa cuentas. Mucho menos de una al día. Puedes estar seguro de que yo supero bastante tu cifra.
Con los ojos posados sobre su copa abatida y un temblor que desde la voz recorría todo su cuerpo, describió las últimas imágenes que su memoria conservaba del día del accidente:
“Vio el cielo y el mar cruzándose ante él y sintió cómo su cuerpo atravesaba el cristal empujado por el tremendo impacto. No había más visiones. Tan sólo la desesperación y el terror. La ciega batalla contra el agua y su incontenible fuerza. El invencible vaivén de las corrientes que jugaban con su cuerpo casi inerte”.
“Se revolvía en medio de un estallido de dolor que le provocó el despertar. No se podía mover. Tan sólo era capaz de dejarse llevar por las personas que le encontraron. Con todo su cuerpo y mente anulados, recibió las primeras atenciones y cuidados en la misma playa en donde el mar le había arrojado. Con su primer pensamiento coherente fue consciente de su gran fortuna: había eludido a la muerte”.
“Lo siguiente fue mirar a su alrededor. El cielo y el mar le rodeaban así como un grupo de jóvenes que se esforzaron por atenderle. Pasaron los días. Los jóvenes permanecían todo el tiempo en la playa dedicados a las tareas cotidianas y a estar juntos conversando sin más, disfrutando de cada minuto de su tiempo. No tardó en darse cuenta de que no se trataba de una acampada veraniega. Era, simplemente, un modo de vida”.
“Su cuerpo asaeteado de dolores pudo pronto superar la inmovilidad y en seguida participar del día a día de sus acompañantes viviendo el tiempo sin tener la necesidad de cuantificarlo. Entre ellos se sintió como uno más. Pronto comenzaron un viaje intermitente que les llevó a recorrer muchos lugares desconocidos”.
-Y llegaste aquí. A nuestro paraíso soñado… sin mí.
Me sorprendió la rapidez con que encontró respuesta.
-¿Habrías dejado tu vida, tu gente y tu trabajo a cambio de un ingenuo sueño infantil?
-Si me lo hubieras preguntado, -contraataqué- quizá te hubieras llevado una sorpresa.
Sin palabras que catapultar, caminó unos pasos sin rumbo por entre las mesas mientras miraba las fotos que vestían las paredes.
-Un día -prosiguió-, me dí cuenta de que no sólo había escapado de la muerte, había nacido de nuevo.
-Te libraste de la muerte y no te importó que la muerte me atrapara a mí.
No dijo más. Durante un buen rato permanecimos sumidos en nuestros propios pensamientos, en nuestros silencios personales. Al cabo se volvió hacia mí. Pensé que iba a decirme algo pero se contuvo. Sólo me miró. Y lo hizo con una expresión en su rostro que no supe interpretar pero desequilibró la increíble calma que yo había conseguido mantener. Me levanté de la silla y caminé hacia él. Puse en juego todo mi empeño y firmeza,  toda la voluntad y fuerza que pude canalizar desde mi interior, y fue entonces cuando aprendí que si la vida decide reírse de ti, lo hace a fondo.  Como digo, reuní junto a mi más absoluta determinación toda la fuerza de mis exiguos músculos. Di unos pasos cortitos, como tomando carrerilla, después avancé un paso algo más largo, desplacé mi brazo hacia atrás para que tuviera el recorrido necesario y entonces le propiné… ¡No! Le arreé tal bofetada que conseguí, y de una sola tacada, luxarme la muñeca, el codo y creo que hasta el hombro. El dolor me atravesó de parte a parte. Estoy segura de fue que superior al del parto que mi contrariada vida me impidió conocer. Mis gritos no fueron de rabia ni de odio, sino de puro dolor físico.
Juan se portó como debía. Me cogió en brazos y me llevó hasta su coche. Afortunadamente, mi vida había sido mucho más austera que la suya en lo concerniente a comidas. Llegamos a un servicio de urgencias médicas en donde me atendieron con celeridad. Mientras me empaquetaban el brazo tuve tiempo de observar que la mejilla de Juan pasaba paulatinamente de un rojo intenso, que me recordó la copa de vino que no llegué a paladear, a un tono simplemente sonrosado. Al final, cuando mi brazo ya estaba inmovilizado y el dolor había sido amortiguado suficientemente gracias a unos oportunos calmantes, sus mejillas volvían ya a lucir por igual un espléndido tono entre latino y playero.
Poco después estábamos en la calle. La luz del amanecer nos recibió a la salida del consultorio. Yo no tenía nada más que decir ni oír. Por eso me encaminé directamente hacia mi casa.
-¿Te llevo?
Seguí caminando.
-Puedes quedarte unos días en mi casa… hasta que te repongas un poco.
Sentí una punzada interna. Me volví.
-No quiero incomodar a tu mujer ni a tus hijos.
-Hace tiempo que estoy solo. Ellos tienen sus propias vidas.
-No me extraña -ironicé.
-Puedes quedarte el tiempo que quieras -insistió él.
Y destapé mi viejo y olvidado frasco de esencias.
-Si estás pensando en llevarme a la cama, te informo que no son los ojos lo único que se me secó.
Sonrió. Era la primera sonrisa suya en tantos años… De repente recordé el modo en que aquellos labios me cautivaban.
-Veo que conservas tu buen humor -me dijo.
-No es sentido del humor sino un triste caramelo que no consigue calmar el sabor a hiel.
Sacó del bolsillo las llaves del coche al tiempo que su sonrisa se apagaba.
-Si puedo ayudarte… -añadió mientras abría la puerta.
-Apártate. No quiero fastidiarme el otro brazo.


- - -


Marché de Hawai y volví a mi país. Aquí encontré la manera de realizar mi sueño en una isla pequeña e ignorada hasta por los mapas, eclipsada por la fama de sus hermanas mayores pletóricas de renombre y saturadas de bullicioso turismo. Vendí todo lo que tenía por el precio que quisieron aceptar y compré una casita junto al mar. Pequeña, aunque sobradamente espaciosa para mí, y abierta al mundo a través de grandes y luminosos ventanales desde los que puedo contemplar los amaneceres y puestas de sol que ahora llenan mi vida junto al mar, ese mar que me acompaña cada día durante mis largos paseos sobre la arena, que se desliza susurrante entre mis pies desnudos y es pródigo en caricias que nunca me traicionan.

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